sábado, 19 de mayo de 2007


TINTINHEAD
El dentista Luis María Gutiérrez acomodó las prótesis dentales dentro de la boca del Che Guevara y se apartó un poco sosteniéndole la cara con sus manos para observar como le habían quedado. Las facciones se le habían alterado notablemente. ¿Qué tal? - dijo un afeitado Ernesto acomodando un poco la lengua -. El dentista contestó elevando el labio inferior y el mentón mientras asentía con la cabeza. El Che se giró y volvió a mirarse en el espejo esbozando una sonrisa.
Venía del Congo, los esfuerzos revolucionarios no fructificaban y debía replegarse. Fisín, que así llamaban al dentista clandestino por mandato de la revolución cubana, era el encargado de la Comisión de Habilitación que proveía a los militares y dirigentes con documentos falsos y nuevas identidades mediante disfraces, cosmetología y ortodoncia, no solo para sobrevivir a la represión sino para cumplir misiones fuera y dentro del país.
La habitación del hotel donde estaban le exasperaba la libertad espiritual a Ernesto, que además de las prótesis, cargaba con un pesado chaleco bajo las ropas que le formaba una joroba y le daba un aspecto mas obeso, unos tacos en los zapatos que le elevaban la estatura varios centímetros, unos lentes culo de botella y esa pelada en el medio de la cabeza para aparentar una calvicie reluciente que le picaba todo el santo día.
Salgamos de aquí - le dijo a Fisín - vamos a dar una vueltita por Paris. Había pasado por Praga e iba para El Cairo casi sin descanso y su avidez por la lectura le arrastró entonces hasta una de las librerías de la rue Monsieur le Prince en busca de un respiro intelectual, y lo primero que vio fue un ejemplar de Tintín.
Ernesto Che Guevara nunca había podido leer las historietas de Tintín. Cada vez que recorriendo los estantes de alguna librería se topaba con un álbum de este personaje, lo hojeaba e inmediatamente le recorría el cuerpo una sensación de agobio. La renombrada línea clara del autor no le despertaba ni claridad ni simpatía, pero sí que cada vez que volvía a abandonar el ejemplar en el mostrador recordaba esa nada despreciable costumbre de leer y escuchar también al enemigo para mantenerse alerta y se sorprendía a si mismo al sentir cómo de una manera tan intuitiva consideraba a ese periodista esmirriado, con cara de pelotudo, pantalones de golf y un ridículo jopo color naranja, su enemigo.
Mientras esto ocurría, Hergé, el dueño de la diestra que dibujaba a Tintín, prácticamente sumergido en una montaña de papeles bocetados, se devanaba los sesos procurando la casi imposible tarea de hacer desaparecer los trazos mas rígidos de las líneas que estructuraban a sus personajes y corregía (escrupulosa o inescrupulosamente) la sintaxis del texto de los globitos de sus viñetas, alejándolas de sus colores racistas, sus encuadres antisemitas y sus tramados xenófobos. Era una tarea ciclópea remover lo escrito, torcer la historia y restaurar el espíritu de las ilustraciones, pero ahí estaba George Remí alias Hergé como un buen boy scout que había sido, jugándose la salud física y psíquica de su futuro a la eficacia de una goma de borrar el lápiz del pasado y enmendar las raspaduras con la tinta china del presente.
Unos días después, mientras un ventilador le refrescaba la transpiración en una espantosa habitación de El Cairo, el Che se rascaba la falsa calva y entrecerraba los ojos para recordar mejor algo que le llamaba la atención en las líneas claras que delineaban los dibujos de Tintín, algo que le llevaba hasta el mismísimo pulso de Hergé, algo intuitivo que no le dejaba en paz las vísceras, algo que al final pudo leer entrelíneas. Eran los bigotitos de Hitler en las caras de varios de los personajes. Entonces, cerrando el puño y dando un golpe seco contra la mesita de luz, dijo - ¡Que hijo de mil putas el tipo este!-.